27 de Noviembre del 2025
Cuando escuché que el presidente de la Suprema Corte quiere revisar sentencias ya firmes, no pensé en tecnicismos, pensé en la palabra que más duele cuando se rompe: confianza. Y justo por eso, aunque suene muy bonito decir “vamos a corregir injusticias del pasado”, a mí me genera más dudas que aplausos.
Primero quiero dejar claro desde dónde hablo. No estoy en contra de que se corrijan errores, ni defiendo sentencias injustas solo porque “ya quedaron así”. Al contrario, me duele pensar en personas que están en la cárcel por un proceso mal hecho. Pero también me preocupa que, en nombre de la justicia, terminemos abriendo una puerta que después no sepamos cerrar.
En teoría, una sentencia firme es la última palabra del Estado sobre un caso. Detrás de eso está la famosa “cosa juzgada”, que en lenguaje sencillo significa: “esto ya se decidió y no se va a estar cambiando cada rato”. Esa idea no es un capricho jurídico, es una especie de pacto con la gente, tú puedes organizar tu vida, tus planes, tus decisiones, confiando en que un juicio no se va a reabrir solo porque cambió el presidente de la Corte o el clima político.
Si rompemos esa estabilidad, mandamos un mensaje peligroso “aquí nada es definitivo. Imagino, por ejemplo, a una víctima que tardó años en lograr una sentencia contra su agresor. Si ahora le dicen que el caso podría reabrirse, que tal vez todo se vuelva a discutir, ¿dónde queda su tranquilidad? No es solo un asunto de papeles, es obligarla a revivir el proceso, a volver a declarar, a enfrentarse a la misma historia una y otra vez. Eso también es violencia.
Pero ojo, tampoco quiero caer en el otro extremo “como ya quedó firme, que aguanten y punto”. No. Ahí entra el otro principio clave el cual es el debido proceso. Para mí, en palabras simples, el debido proceso significa que nadie debería ser condenado si no tuvo un juicio justo, con una defensa real, con posibilidad de probar su inocencia, con un juez imparcial y con respeto a sus derechos desde el primer minuto. Si todo eso se violó, entonces esa sentencia “firme” ya no se ve tan legítima. Puede ser legal en el papel, pero profundamente injusta en la realidad.
El reto está justo ahí, ¿Cómo encontrar un equilibrio entre respetar la cosa juzgada y, al mismo tiempo, no cerrar los ojos cuando hay señales claras de que un proceso fue una simulación o estuvo lleno de irregularidades graves? Y es aquí donde mi postura frente a la propuesta es crítica.
Lo que me preocupa no es la intención de fondo, porque nadie en su sano juicio puede estar a favor de mantener una condena basada en tortura, corrupción o defensa inexistente, sino la forma en que se está planteando, es decir, de manera amplia, general y sin reglas claras. Abrir la puerta a revisar “sentencias firmes” sin establecer con precisión en qué casos, bajo qué criterios y con qué límites, es jugar con fuego.
Veo, al menos, tres riesgos fuertes:
1. Incertidumbre permanente. Si cada nueva integración de la Corte o cada nuevo criterio puede llevar a revisar lo ya decidido, ¿Cuándo termina un juicio de verdad? Un sistema donde todo se puede reabrir siempre se convierte en un sistema donde nadie tiene paz. Ni las víctimas, ni los sentenciados, ni sus familias.
2. Uso político de la justicia. La línea entre “corregir injusticias” y “corregir lo que no me gusta de lo que hizo la Corte anterior” es muy delgada. La revisión de sentencias puede convertirse en un instrumento para ajustar cuentas, presionar jueces o reescribir la historia judicial según la agenda del momento. Y eso, en vez de fortalecer la justicia, la vuelve rehén del poder.
3. Desgaste de la cosa juzgada. La cosa juzgada no es un candado para proteger errores, es una garantía para evitar que los juicios sean eternos. Si la debilitamos demasiado, terminamos en un escenario donde todo es discutible, todo es movible y nada da certeza. Y sin certeza no hay Estado de derecho que aguante.
Ahora bien, ¿Eso significa que nos quedamos cruzados de brazos frente a los casos realmente injustos? Tampoco. Aquí es donde creo que hace falta más seriedad y menos discurso.
En vez de lanzar una propuesta general de “revisar sentencias firmes”, yo pondría sobre la mesa algo distinto:
· Crear mecanismos extraordinarios muy claros y muy acotados para revisar casos excepcionales, por ejemplo, cuando exista una prueba nueva contundente, cuando un organismo internacional acredite violaciones graves de derechos humanos, o cuando se demuestre que en ese juicio hubo corrupción o fabricación de culpables.
· Esos mecanismos deberían tener causas específicas, plazos, filtros serios y resoluciones colegiadas. Nada de decisiones a capricho o revisiones masivas sin orden.
· Al mismo tiempo, habría que fortalecer lo que ya existe. Mejorar el acceso al amparo, garantizar defensorías públicas dignas, tener peritos independientes y revisar de forma interna cómo está fallando el sistema para que tengamos que pensar en remedios tan drásticos.
Al final, de eso se trata. No de abrir todo por abrir, sino de entender que cada sentencia tiene detrás una vida, y que solo debe tocarse cuando la injusticia sea tan evidente que mirar hacia otro lado también sería un abuso. Porque la justicia de verdad se construye con reglas claras, instituciones fuertes y respeto tanto al debido proceso como a la cosa juzgada.
Desde lo más humano, lo que más me mueve en este tema es la idea de dignidad. Dignidad para la persona que fue víctima y que merece que su caso no sea tratado como ficha de intercambio político. Y dignidad para quien fue acusado, que merece un juicio justo y, si ya cumplió con ese proceso, la certeza de que el Estado no lo va a tener toda la vida en una especie de “limbo jurídico”.
Por todo esto, yo no aplaudo una revisión general y abierta de sentencias firmes. Defiendo, más bien, un camino intermedio, es decir, proteger la cosa juzgada como regla general, pero aceptar que, en casos realmente excepcionales y bien demostrados, debe existir una vía extraordinaria para corregir lo que nunca debió pasar.
La justicia no se defiende destruyendo sus propios pilares, sino sabiendo cuándo hacer excepciones sin que todo se venga abajo. Y para mí, esa es la verdadera discusión que tendríamos que estar dando.
SEMBLANZA
Maria Fernanda Cuevas Ríos, estudiante de Derecho en la Universidad La Salle Pachuca. A lo largo de mi carrera profesional me he enfocado en entender el Derecho desde lo práctico y lo humano, con especial interés en áreas como el derecho notarial, bancario y bursátil, concursal y los retos jurídicos de lo digital.
Actualmente realizo mis prácticas profesionales en el Colegio de Notarios del Estado de Hidalgo, donde apoyo en la integración y actualización de expedientes notariales, la verificación de patentes y la gestión de documentación con notarías de los diferentes distritos judiciales. Esta experiencia me ha dado una visión real de cómo se construye la certeza jurídica en el día a día.
Me considero una persona disciplinada, muy detallista y con criterio propio. No me gusta quedarme en lo superficial, prefiero entender bien, preguntar lo necesario y hacerlo con orden. Estoy construyendo mi formación desde el trabajo real, no desde la idea romántica de la carrera, y eso me ha dado claridad sobre el tipo de profesional que quiero ser: alguien sólida, responsable y capaz de resolver, no solo de opinar.