Sombras en el papel: el espejismo de las pruebas proyectivas en el proceso penal mexicano

10 de Diciembre del 2025

Sombras en el papel: el espejismo de las pruebas proyectivas en el proceso penal mexicano

Todo empieza con una denuncia…

Casi siempre viene de un pleito familiar: custodia, divorcio, pensión. En la Procuraduría la ruta es automática. Citan a la parte denunciante al departamento de psicología y le aplica una batería de pruebas proyectivas: dibujos, frases incompletas, figuras bajo la lluvia. Nadie sabe cómo se aplican ni cuánto duran. No hay grabación, ni supervisión, ni observador. Hay que creerle al psicólogo del estado, porque –según repiten los jueces– “es una institución seria, sin interés en beneficiar a nadie”.

Después, el resultado llega en un lenguaje impenetrable: “indicadores compatibles con afectación emocional”, “rasgos congruentes con la narrativa del hecho”. Las hojas donde se hicieron los dibujos se guardan bajo llave. Si la defensa las pide, la respuesta es que únicamente un psicólogo puede verlas, nunca el abogado, y solo bajo revisión controlada. Eso encarece el proceso: el imputado debe pagar a un perito particular para revisar un expediente que el juez jamás verá (las baterías de pruebas psicológicas).

El caso sigue su curso. En la audiencia inicial o en el juicio, el Ministerio Público cita las conclusiones del dictamen; el perito declara que los “indicadores” derivan del hecho denunciado. El juez asiente, porque confía en la institución. Y así, con una combinación de dibujo, jerga técnica y fe procesal, se puede vincular a proceso o dictar condena.

Nadie ve las baterías. Nadie verifica si el dibujo lo hizo quien dicen que lo hizo, ni si las instrucciones del aplicante fueron correctas. En el mejor de los casos, la defensa presenta su propio perito, pero el tribunal lo descalifica por “parcial”. Y como casi todos estos casos ocurren en entornos cerrados –delitos supuestamente cometidos en familia, sin testigos, sin evidencias físicas–, el dicho de la víctima y el dictamen psicológico se vuelven una maquinaria perfecta de confirmación.

Todo eso ocurre en un país donde una hoja con un paraguas dibujado puede pesar más que una duda razonable.

¿Cómo un dibujo terminó dictando sentencias?

Las llamadas pruebas proyectivas nacieron en el ámbito clínico, no en los tribunales. Fueron creadas para acompañar terapias, no para decidir culpabilidades. Sus autores –Machover, John N. Buck o Sacks– jamás imaginaron que sus dibujos y frases inacabadas algún día serían usados para sostener una acusación penal. En un consultorio, esas pruebas sirven para abrir conversación; en una sala de audiencias, se han convertido en un medio para afirmar que alguien miente, sufre o agrede. El problema es que no fueron diseñadas para probar nada, y mucho menos un delito.

En la ciencia forense, toda prueba debe poder repetirse, comprobarse y compararse. Si otro especialista realiza el mismo procedimiento, debería llegar a un resultado semejante. Pero las proyectivas no cumplen ese principio básico: dependen del ojo del intérprete, de sus creencias teóricas, de su estado de ánimo e incluso de lo que haya leído del caso antes de aplicar la batería. No existen tablas universales ni reglas objetivas que permitan decir que cierto trazo, tamaño o color “significa” una emoción o un trauma.

Por eso, distintos expertos pueden ver cosas totalmente distintas en el mismo dibujo. Uno dice “inseguridad”, otro “timidez”, otro “represión”, y todos aseguran tener razón. Lo que la literatura científica ha demostrado es que la mayoría de estos indicadores carecen de validez empírica: lo que una persona dibuja en el papel no puede traducirse, con rigor, en diagnóstico forense ni en verdad judicial.

La justicia que no mira

En México, estas pruebas se administran bajo la apariencia de protocolo. El perito anota que “aplicó Machover, Figura humana bajo la lluvia, HTP y Frases incompletas”. Pero rara vez documenta cómo lo hizo, qué observó, cuánto duró, qué dijo el evaluado o qué criterios de calificación usó. Los materiales –las llamadas “baterías”– se guardan bajo llave. Ni la defensa ni el juez pueden ver los dibujos, las frases o las hojas de respuesta.

Así, una línea, un paraguas o una figura más pequeña se transforman en “indicador de ansiedad” sin que nadie pueda verificarlo. El resultado: el dictamen se convierte en dogma. Lo que el perito dice es, sin posibilidad de refutación empírica. Y si el juez jamás ve el material, ¿cómo puede evaluar la lógica del razonamiento pericial?

Dogma institucional y ausencia de contradicción

El sistema penal acusatorio presume publicidad, inmediación y contradicción, pero en la práctica los dictámenes psicológicos se tramitan como si fueran piezas sagradas. Las Procuradurías los resguardan celosamente y niegan su acceso bajo el argumento de que “se trata de información reservada”, con base en la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Lo absurdo es que esa norma fue creada para regular la relación entre el Estado y los particulares, no para restringir derechos dentro de un proceso penal.

Bajo ese pretexto burocrático, el expediente pericial se convierte en un terreno prohibido: ni el juez, ni la defensa, ni la asesoría jurídica pueden revisar las hojas originales, las consignas, ni los criterios de calificación utilizados. Nadie puede verificar si el perito aplicó correctamente la prueba, si el evaluado fue sugestionado, si los dibujos pertenecen a la misma persona o si se extrajeron conclusiones más allá del alcance del instrumento.

Esa práctica –disfrazada de cumplimiento normativo– tiene una consecuencia jurídica grave: sustrae la prueba del principio de contradicción y del control judicial efectivo. El juez termina valorando una conclusión sin haber visto el procedimiento; confía en un dictamen que no puede observar ni reproducir. En términos epistemológicos, se juzga sin evidencia verificable; en términos constitucionales, se viola el derecho de defensa y el deber de valoración racional de la prueba.

 

El contraste internacional

En sistemas como el estadounidense, donde todavía se usan ciertas técnicas proyectivas, los peritos deben presentar las láminas, los protocolos y los criterios de calificación ante el jurado o el tribunal. Se explica cómo se obtuvo cada dato, qué respuestas se codificaron, y se permite el contrainterrogatorio. No hay fe ciega, hay escrutinio. El experto no pide ser creído, sino comprendido.

En México ocurre lo contrario: el perito solicita que se le crea sin mostrar su trabajo. La Procuraduría, en lugar de transparentar la metodología, la encierra en un cajón y la llama “datos reservados”. Y el juez, acostumbrado a confiar en la “autoridad científica”, incorpora un dictamen sin haber visto nunca el material de base. Es un sistema de fe procesal, no de prueba racional.

Ciencia o superstición

El problema no es la psicología, sino su degradación burocrática. Los proyectivos podrían tener valor orientador si se usaran con conciencia de sus límites y acompañados de instrumentos objetivos: inventarios estandarizados, pruebas de simulación, entrevistas estructuradas y observación conductual documentada. Pero cuando se convierten en el eje de una imputación o de la “afectación emocional” de una supuesta víctima, el proceso se contamina.

El derecho probatorio no deberia tolerar verdades privadas. Una pericia psicológica solo puede ser útil si permite su reconstrucción por un tercero. Sin trazabilidad, no hay ciencia; sin contraste, no hay prueba; sin transparencia, no hay justicia.




Alberto Calderón
Comparte esto:

Categorías: Jurídica

Tags: Alberto Calderón, Proceso Penal Mexicano, Hidalgo, Plétora Lex, Derecho probatorio