03 de Abril del 2024
Nadie tiene derecho a lo superfluo
mientras alguien carezca de lo indispensable…
La anterior asonancia —digna de una teoría del caso— fueron parafraseadas una y otra vez por José Valentín Vázquez Montique mejor conocido como “Pancho Valentino” en cada uno de los trece procesos penales que enfrentó con una notable elocuencia frente a los jueces, donde por sí solo lograba recobrar su libertad. Salvo el último donde fue procesado por homicidio doloso y que lo llevó a recibir el mote de “matacuras.”
Pancho Valentino nació en Pachuca, Hidalgo, en 1919. A sus treinta y ocho años era fornido, de estatura media y voz ronca, lo que lo llevó a sostener innumerables relaciones amorosas. En 1950, cuando otros a su edad piensan en el retiro, él destacaba como luchador en funciones de provincia, previo a debutar en la Arena Coliseo.
Subía al ring ataviado con una casaquilla de torero que lo consolidó en el público, principalmente el femenino, que asistía a la arena con la única finalidad de comprobar la galantería del joven pachuqueño. Ganaba con cierta frecuencia gracias a su técnica, fortaleza y carisma, y popular “tope volador”, —espectacular salto ejecutado desde la última cuerda directo al pecho del adversario—.
Valentino, sabía sacar provecho de su atractivo físico. Vivía de las mujeres a las que golpeaba, diseñando una red de trata de mujeres en la Ciudad de México. Durante un tiempo presumió cómo su esposa a la bailarina Andrea Van Lissum, pero en agosto de 1952 pisó la cárcel luego de marcarle el rostro con una navaja en el restaurante Hollywood, aunque salió bajo fianza porque su Andrea no levantó cargos, pero a partir de ese episodio, le fue negada la licencia de luchador profesional.
Pancho Valentino estuvo preso quince veces: robo, lesiones, allanamiento de morada, usurpación de funciones y trata de blancas (…) entre otros fueron los casos que lo hicieron presentarse ante los tribunales. Ya frente a los jueces, su madre, Rosa Manrique repetía entre sollozos: “Debo decirle, señor, que siempre hemos sido muy pobres, pero mi hijo, siempre ha sido honrado”.
Pancho, por su parte siempre en su declaración preparatoria, ante la (el) secretario de acuerdos, iniciaba diciendo con elocuencia:
“Soy producto de México, del ambiente mexicano y no puedo sustraerme a él. Soy como tantos que andan ahí actualmente. Vean ustedes: mi niñez fue triste, una niñez como la de tantos niños que carecen de lo más necesario para vivir. Mi padre era jefe de veladores de las minas de oro y plata de Pachuca, de esas minas que salieron millones de pesos. Pero mi padre era un hombre honrado y cabal en todos los sentidos y a pesar de que los mineros le decían que se podía robar una o dos barras de oro para asegurar tanto su porvenir como el de la familia, jamás quiso hacerlo y prefirió dejarnos en la miseria sin siquiera dejar un solo centavo ni siquiera para su entierro… Si mi padre no hubiera sido tan honrado, no me vería aquí porque hubiera asegurado nuestro futuro (…)”
Palabras que no solo hacían eco, sino que llegaban a que todos en la sala de audiencias se cuestionaran cómo era que aquel hombre que estaba siendo acusado no se había podido convertir en un exitoso abogado, ¡vaya! hasta en retórica e imagen, bien podría asumir la posición de Juez.
Sin embargo, lo anterior resultó insuficiente en el último proceso que se viralizó a nivel nacional, donde las decenas de medios de comunicación buscaban mediante un flash, capturar la imagen tras las rejas de aquel personaje que apenas unos meses antes, subía ataviado como novillero al cuadrilátero, y que ahora posaba con un overol que contrastaba con aquellos días gloria en las arenas, y al que se le acusaba de matar a un cura, justo con el mote de “el mata curas.”
Ya instalados todos en el juzgado, y después de que el Juez le hiciera del conocimiento las confesiones que ya habían rendido sus cómplices, las pruebas que existían en su contra y la mirada de su madre —a la que se le permitió ingresar a la sala de audiencias—, pidió ejercer su derecho de declarar y en su preparatoria narró:
“(…) Ahora diré cómo decidí intervenir en el asalto; yo tengo cuatro hijos de diferentes esposas y mujeres, me he casado siete veces y he tenidos muchísimas mujeres más (…) Pues bien, una vez que uno de mis hijos no tenía zapatos ni yo dinero para comprárselos, salí a caminar por el paseo de la Reforma cuando vi a un Cadillac manejado por una mujer que llevaba un brazalete con piedras tan hermosas que parecían soles. Entonces pensé que no había derecho en el mundo quienes tuvieran dinero en demasía mientras hay muchos que carecemos de lo necesario. Esta cuarteta de Salvador Díaz Mirón es mi mejor filosofía y siempre lo ha sido, así que al ver aquella mujer sentí unos deseos enormes de arrojarme sobre ella y arrebatarle las alhajas que lucía. Pero no pude o no me di valor para hacerlo.
Pensando en mi pobreza y en la de muchos mexicanos que son mis hermanos, seguí caminando hasta llegar al café “Tupinamba”, ahí me encontré con Ricardo Barbosa, quien luego de decirle lo que me pasaba, me propuso asaltar la iglesia para hacernos ricos, pues decía que el curita tenía guardado muchísimo dinero en el colchón. Acepté e invité a participar al “México”, porque sabía que él también era muy pobre. El resto del asunto ya lo sabe. Finalmente debo decir que el asalto y la muerte del curita fue un error, pues apenas saqué la mísera cantidad de mil pesos, pero ya todo está hecho y ni modo (…)
De acuerdo con las pruebas que fueron narrados por la secretaria de acuerdos, la ejecución del asalto comenzó cuando terminada la última misa, el cura cerró el portón del templo y enseguida se dirigió a soltar a “Duque”, el perro. Poco después de las nueve de la noche escuchó ladridos. Salió al patio y encontró al animal tendido, quién segundos antes había sido envenenado. En ese momento “Pancho Valentino” saltó de las sombras y le aplicó la llave china...